domingo, 30 de septiembre de 2012

CAPÍTULO UNO - La cafetería


Todo empezó una tarde de octubre, de esas en las que empieza a llegar el frío.  De las que tienes que salir con el paraguas, por si acaso. Pero no lo llevaba. Si lo hubiese llevado todo hubiera sido muy distinto. No hubiera entrado en aquella cafetería para refugiarme, y no hubiera pedido un café para entrar en calor.  Y muy probablemente no hubiera visto el mensaje de Pablo hasta mucho después. Sí, el mensaje que decía que me dejaba, que no quería estar atado a nadie, etc. La verdad, si hubiera llevado paraguas, no me hubiese puesto a llorar ahí de repente, delante de toda esa gente. Aunque ahora vea que no merecía la pena, pero lo hice, es inevitable. A nadie le gusta que le dejen, y menos por un mensaje, eso es de cobardes, pero mi ex-novio lo era. Bueno, lo es, para qué mentir. Si hubiera llevado paraguas, en el vaso de café no vendría escrito mi nombre como ‘Alba :)’  y con una nota pegada con celo en la que ponía: ‘Sonríe, eres preciosa’. Si hubiera llevado paraguas no hubiese visto allí, por primera vez, a un chico escribiendo nombres en los vasos de café mirándome de reojo con una sonrisa de esas que enamoran. ¿Sabéis? Si hubiera llevado un paraguas aquel día, mi vida hubiese sido totalmente distinta. Y me alegro de no haberlo cogido. Si lo hubiera cogido, no me hubiera quedado toda la tarde de aquel viernes de octubre sentada  en la cafetería, hablando en un rincón con Laura, mi mejor amiga desde siempre, por WhatsApp. El mero hecho de no coger el paraguas hizo que se pasara el tiempo, hizo que me olvidara de todo lo importante, hizo que mi mundo se convirtiese en nada más que yo y mis penas por una tarde.  Pero todo se acaba, y el no coger el paraguas hizo que mi tarde de penas acabara en una cafetería, en la cafetería.

-   Perdona, tenemos que cerrar.

-   ¿Qué? ¡Ah! Lo siento, ya me voy. - Dije recogiendo rápidamente mis cosas. Pero las recogí tan rápido que se me calló todo al suelo. – Mierda – dije mientras me arrodillé nerviosa a coger mis cosas.

-   Ya te ayudo, tranquila. - Ese fue el momento en el que me di cuenta de que era el chico de la sonrisa. Se agachó a recoger todo lo que se me había caído.

-    Muchas gracias, eh….

-  Adrián, pero llámame Adri. – Me miró con unos ojos tan extremadamente azules que se me paró el corazón. Y bueno, con su sonrisa, que te quita la respiración con solo mirarla.

-  Muchas gracias, Adri. – Le devolví la sonrisa, aunque la mía no era tan bonita. Y el ‘gracias’ no iba solo por lo de ayudarme a recoger mis cosas, sino por la nota del café. Era lo que me había ayudado a sonreír entonces.

-    ¿Ves? La sonrisa te favorece. – Bajé la mirada, ruborizada. – ¿Estás mejor?  Sé que no debería meterme, pero se te ha visto muy mal antes, y personalmente creo que no hay nada en este mundo que merezca hacerte llorar. Ni a ti ni a nadie, en realidad. Bueno, menos el puñetazo que se merece el capullo que te haya hecho esto hoy.

-    ¿Cómo sabes que…?

-  Tengo una hermana melliza.- Me cortó.- Sé las distintas formas de llorar que tiene y sus motivos. La tuya se parecía a la que tiene cuando un chico le hace daño. Cuando un chico importante para ella le hace daño. ¿Pero sabes que le digo cuando la veo así?

-   ¿El qué?

-   La verdad: ‘Sonríe, eres preciosa’.

-   La nota.

-   Sí. Espero que no hayas pensado que era un acosador o algo así. – Se rio. Y si en aquel momento pensaba que no había nada más bonito en el mundo que su sonrisa, era porque no le había oído reírse.

-  No, no, tranquilo. Me ha ayudado bastante, si te digo la verdad. Gracias, otra vez. – Ya habíamos terminado de recoger y estábamos de pie.

-    Me alegro, de verdad.

-   Bueno, yo tengo que irme, que seguro que estás deseando cerrar esto e irte a tu casa.

-   Eh, sí, claro.- Me dirigí hacia la puerta. – ¡Alba! – ¿Se acordaba de mi nombre?

-   ¿Sí? – Di media vuelta y le miré.

-   Espero que la próxima vez que vengas por aquí sea con una sonrisa. Tienes una preciosa. – Sonreímos a la vez. Dios, era encantador. 

-  Gracias. Hasta otra – me despedí. Volví a girarme hacia la puerta y la abrí. Me quedé unos segundos ahí, quieta. – Por cierto, la tuya enamora. – Dije sin girarme y con una valentía que no sé de dónde había sacado, y me fui de allí.